Zidane no necesitaba más trofeos.

Ya había conquistado todo: Champions, Eurocopa, Mundial, Balón de Oro. Pero en 2006, a los 34 años, decidió volver una última vez, solo para cerrar su historia en grande.

Durante esa final, fue arte en movimiento. Control, precisión, clase. Un penal digno de museo.
Y sin embargo, su legado no se definió por los 109 minutos perfectos, sino por el siguiente segundo.

Un cabezazo.
El gesto más humano de un jugador que siempre pareció sobrehumano.
Un instante de furia que borró la despedida soñada, pero que lo hizo eterno.

Zidane no se fue como campeón. Se fue como leyenda.
No por lo que ganó, sino por lo que nos hizo sentir.
Porque el fútbol no recuerda solo los goles… recuerda las emociones que dejan cicatriz.


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